José no predicó en las plazas, no desafió a los jueces, no detuvo los clavos.
Pero cuando todo parecía perdido, cuando incluso los discípulos temblaban, él dio un paso al frente.
Era miembro del Sanedrín, pero no había consentido la condena de Jesús.
En silencio, esperaba el Reino de Dios.
Y cuando el cuerpo de Cristo colgaba sin honor, José pidió permiso a Pilato para darle sepultura digna.
Con valentía serena, con amor reverente, compró la sábana, preparó el sepulcro nuevo y bajó al Rey de Reyes de la cruz de los hombres al lecho de la esperanza.
José nos enseña que el amor no siempre se grita, que la fe no siempre batalla en público, que a veces, el acto más grande es honrar a Dios cuando todo parece derrotado.
Fue José quien abrazó el cuerpo inerte, pero fue Cristo quien abrazó su alma para siempre.
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