En el seno de la comunidad cisterciense se distinguían varios grupos de hermanos según su dignidad y función, unidos por la oración común y la autoridad del abad:
Los hermanos clérigos, es decir, los que saben leer latín. Entre los clérigos algunos son ordenados sacerdotes, diáconos, subdiáconos o acólitos.
Los monjes llamados «laicos», que no saben leer (illiterati).
Los conversos, a menudo aislados geográficamente de los otros hermanos, y que llevan barba.
Los novicios, ya que la orden no acepta oblatos.
Los Invalidos.
Los familiares agregados al monasterio.
Tras un año de noviciado bajo la guía de un monje profeso capacitado y elegido por el abad, en el curso del cual los novatos eson iniciados en la vida en común según la Regla de San Benito, si lo solicitan expresamente y la comunidad los aceptaba, eran admitidos en la «profesión» de los votos monásticos: estabilidad en el monasterio, obediencia según la Regla y conversión de vida.
Desde ese momento, toda la vida del monje está organizada de acuerdo con la regla, observada tan al pie de la letra como sea posible.
Silencio, obediencia y frugalidad marcan la vida de los hermanos. Se adoptan formas de comunicación no verbal, en particular un lenguaje de signos.
A partir de los primeros decenios del siglo xii, la vida comunitaria estuvo marcada por la organización de las tareas manuales, que emanaba de una nueva concepción de la unidad territorial y del papel del trabajo agrícola.
La acumulación y la tenencia feudal, características de las explotaciones benedictinas, fueron sustituidas por las tierras legadas por los señores locales, revalorizadas directamente por los hermanos.
A menudo, las tierras estaban alejadas del monasterio y subdivididas en parcelas autónomas: los graneros incluían no solo el conjunto de los edificios agrícolas, sino también las tierras y puntos de agua adyacentes.
Su explotación se confiaba a hermanos conversos, con el apoyo de trabajadores agrícolas y eventualmente algunos monjes de coro, además de un grangier, encargado del granero, y un capellán para que estos hermanos alejados de la abadía no estuviesen privados de los sacramentos.
Pero, de acuerdo con la Regla, el conjunto de los monjes de coro solo participaba en el trabajo del campo en la medida en que no entorpeciera la celebración del oficio divino.
En la temporada de siega podía ocurrir que toda la comunidad estuviera ocupada en la cosecha y que durante unos días ni siquiera se celebrasen oficios, ni siquiera la misa, como revela el propio San Bernardo en una de sus homilías.
+ LA LUTURGIA
Parece oportuno […] [que todos los hermanos] tengan el mismo modo de vida, el canto y todos los libros necesarios para las horas diurnas y nocturnas [...] de suerte que no haya ninguna diferencia en nuestros actos, sino que vivamos en una sola caridad, bajo una sola regla y según un modo de vida semejante.
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Charte de Charité.
El horarium benedictino entró en vigor en Cîteaux, regulando la vida de los hermanos desde el amanecer hasta la puesta del sol: es el Opus Dei, al que «nada será preferido».
Un hermano se encargaba de la tarea de despertar a los monjes para el oficio nocturno. A las obligaciones litúrgicas se añadían el trabajo manual y la Lectio Divina.
Esta lectura, en voz alta como toda lectura en la Antigüedad y la Edad Media, se presentaba como una verdadera ascesis que debía transformar al monje y alimentarlo.
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La distribución de los oficios —siete diurnos y uno nocturno— obedecía las estaciones, pero también a las latitudes, y se adaptaba a la condición de los hermanos conversos. Campanas, cymbalum o mazo llamaban a los hermanos a la oración.
La vida cisterciense aparecía, así, como «una vida ritualizada, rítmica [...] en la que cada acción obedecía a reglas formales muy precisas y estaba acompañada por gestos rituales [...] o, cuando estaba permitida la palabra, por frases rituales».
+ EL CANTO GREGORIANO
El canto gregoriano, componente importante del oficio monástico, no era ajeno a la búsqueda cisterciense de la autenticidad de la tradición monástica y el desposeimiento de las formas.
Los padres fundadores de Cîteaux llevaron consigo los libros litúrgicos en uso en la abadía de Molesmes, el canto gregoriano de la tradición benedictina.
Esteban Harding que buscaba el texto más exacto posible de la Biblia, en aras de la autenticidad, del respeto a la regla, pero también de la posteridad y la unidad de la naciente orden cisterciense, envió a sus copistas a Metz, sede de la tradición del canto carolingio, y a Milán para copiar las más antiguas fuentes conocidas de los himnos de San Ambrosio.
En el capítulo III de la Charte de Charité se precisa: «Todos tendrán los mismos libros litúrgicos y las mismas costumbres.
Y puesto que acogemos en nuestro claustro a todos los monjes que vienen a nosotros, y que ellos mismos, igualmente, acogen a los nuestros en sus claustros, nos parece oportuno, y esa es nuestra voluntad, que tengan el modo de vida, el canto y todos los libros necesarios para las horas diurnas y nocturnas así como para las misas, conformes con el modo de vida y los libros del Nuevo Monasterio, de suerte que no haya discordancia alguna en nuestros actos».
No obstante, estas directivas no encontraron adhesión por parte de los monjes y especialmente de los monjes de coro, los cantores.
De hecho, las versiones melódicas de esas fuentes antiguas, entre San Ambrosio y Carlomagno, parecían arcaicas a estos monjes cantores, eruditos de principios del siglo xii.
Por ello, a partir de la muerte de Esteban Harding en 1134, se pidió a Bernardo de Claraval que emprendiese la reforma del canto.
Se rodeó entonces de varios monjes y cantores para que adaptasen todo el repertorio existente a los cánones y la teoría de la música de su tiempo.
Las recomendaciones de Bernardo de Claraval sobre el canto están llenas de una exigencia de armonía y equilibrio propia del arte cisterciense:
«Que esté lleno de gravedad, ni lascivo ni rudo. Que sea dulce, sin ser ligero, que encante al oído a fin de emocionar el corazón, que consuele la tristeza, que calme la ira, que no vacíe al texto de su sentido sino que lo fecunde".
Dentro del espíritu de desposeimiento, las fórmulas salmódicas, cantadas a lo largo de los siete oficios del día y de la noche, se reducían a las fórmulas más simples, sin entonación ornamentada.
Pero para los nuevos oficios y las nuevas fiestas, las piezas que se compusieron estaban muy adornadas y muy próximas al lenguaje poético y florido de San Bernardo o de Hildegarde von Bingen, contemporánea en estos inicios cistercienses.
Debido a la propia Charte de Charité y a la fuerte estructuración de la orden, todo ese repertorio adaptado o compuesto en el siglo xii existe en muchos manuscritos diseminados por toda Europa, y su lectura no plantea dificultad alguna.
Esa es la razón de que los trabajos de reedición de la abadía de Westmalle, desde finales del siglo xix hasta mediados del siglo xx, sean muy fieles a las fuentes manuscritas.
Así pues, es este repertorio cisterciense que se puede escuchar hoy en abadías como las de Hauterive (OCist) o Aiguebelle (Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia) el que ha conservado la tradición del canto gregoriano.
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